LA VERDAD, EL BIEN Y LA TRASCENDENCIA
EN LA CULTURA LATINA
Para abordar los valores trascendencia, verdad y bien en la cultura Latina es preciso tener en cuenta que Roma partió siendo una pequeña ciudadela a las orillas del Tiber y terminó siendo un imperio que aglutinó a más de ochenta millones de habitantes y que dominó un territorio que llegó a ocupar casi todo Europa, Asia Menor, todos los territorios del cercano oriente y el norte de África, desde Siria a Marruecos.
¿Por qué es necesario considerar este aspecto que a simple vista no tiene vinculación alguna con las concepciones valóricas de un pueblo? La respuesta es que la expansión territorial que lideraron e iniciaron los romanos, trajo enormes consecuencias culturales, políticas, sociales y legales tanto para ellos como para los pueblos que quedaron al interior de los límites del imperio, dándose con esto una evolución en las concepciones que tenían respecto de los valores antes señalados.
Efectivamente, en el Imperio Romano coexistieron y se mezclaron creencias y costumbres de las naciones que formaron parte del imperio, debido a que en términos generales se optó por una política de tolerancia, según la cual, en la medida que una creencia o costumbre no afectara el funcionamiento del sistema, no se prohibía. Producto de esta conducta tolerante se produjo un fenómeno de enculturación y de síntesis cultural que dio forma a una nueva cultura: la Latina. Secco Ellauri y Baridon (1993) no sólo constatan este hecho, sino que lo consideran como la gran virtud del imperio.
“La importancia histórica del imperio radica, precisamente, en haber creado con los diversos pueblos de la cuenca mediterránea una sola nación. El genio organizador aceleró esa obra de unificación. De un extremo a otro del imperio, los romanos trazaron carreteras por las cuales se podía transitar con seguridad. Donde quiera que conquistaron, levantaron ciudades con edificios magníficos, teatros, templos, foros y termas que fueron focos poderosos de romanización. Las fronteras del imperio estaban defendidas por las legiones, que impedían la irrupción de los bárbaros y aseguraban la paz y la tranquilidad. En todo el imperio regían las mismas leyes, que aseguraban el orden y la justicia romana en todos los territorios” (P. 174).
Un poeta de la época, el galo Rutilio Namaciano, es aún más claro y enfático que los citados autores, ya que le asigna, al Imperio Romano, la categoría de patria para todos sus habitantes.
“No te detuvieron las abrasadoras arenas de Libia, ni te repelieron las regiones extremas armadas de hielo. Hiciste una sola patria de gentes diversas, favoreció al sin ley convertirse en tu tributario porque tú transformaste a los hombres en ciudadanos e hiciste una ciudad de lo que antes no era más que un globo” (en Viscontea 1983. P. 87).
Surge frente a estas aseveraciones la pregunta ¿por qué el pueblo romano triunfante no hizo prevalecer su cultura en el imperio, sino que optó por la tolerancia? Una respuesta, seguramente no la única, radica en las costumbres originales del pueblo romano y la necesidad de que éste tomara las armas para conquistar y mantener la conquista. Las costumbres originales se relacionan con este fenómeno porque la nación que dio forma a Roma y se liberó de los Etruscos, era una nación de características rurales, que vivía en un rico contacto con la naturaleza y especialmente con la tierra, que constituía su principal fuente de riqueza. Su religión era muy simple y básica, fundamentada en los antepasados de cada familia, por lo mismo el pater familias lideraba los ritos en honor de sus antepasados, a los que había que serles siempre fiel, porque de lo contrario se volvían en contra. Las ciudades no eran espectaculares, sino que sólo servían para lo que estaban hechas, no había interés por el lujo ni la sofisticación. En síntesis las costumbres y tradiciones de los romanos eran simples, sencillas y pragmáticas.
El pragmatismo marca fuertemente a esta nación, y es en este espíritu pragmático donde se puede encontrar parte de la respuesta a la pregunta anterior, ya que cuando los romanos se liberaron de los etruscos debieron solucionar los problemas internos derivados de las demandas políticas y económicas de los plebeyos, posteriormente se involucraron en conflictos armados externos, debiendo centrar sus energías en la eficacia en los campos de batalla y en la administración de las tierras conquistadas y posteriormente debieron concentrarse en cómo solucionar los problemas internos que se generaban por las consecuencias económicas y comerciales derivadas de las Guerras Púnicas. Los romanos, desde que se liberaron de los etruscos, entraron en una escalada de conflictos que los obligó a administrar las conquistas y los pueblos conquistados. Por lo mismo se convirtieron en soldados o en administradores públicos que debieron mantener vigente el dominio. El pragmatismo y realismo político que los caracterizó les permitió generar un sistema que les aseguró el control de las tierras y los pueblos conquistados. Este sistema consistió en respetar las instituciones y costumbres de éstos, en la medida que no afectaran su dominio sobre ellos, y dotar al imperio de un cuerpo de leyes coherente con las problemáticas que se iban desarrollando. El doctor en filosofía Rafael Gambra (2001) es enfático en este sentido, ya que señala que el pueblo romano tuvo la misión de difundir por el Mediterráneo la filosofía y ciencia griega, gracias al espíritu pragmático y al genio político de aquel.
“Pero el genio romano no fue de inclinación intelectual, ni heredó en filosofía el espíritu creador del griego, por lo que la filosofía romana es sólo una continuación de las escuelas existentes en la última época de Atenas. El espíritu romano fue fundamentalmente práctico en consonancia con su misión histórica. Conquistador y organizador de pueblos, creador de un derecho que ha perdurado inconmovible a través de los tiempos, el pueblo romano supo como ninguno en la historia asimilar pueblos extraños respetando sus instituciones propias, insuflándoles al mismo tiempo su espíritu hasta llegar a su romanización, esto es, a hacerles solidarios de su propia civilización y de su vida política. De este modo la cultura racional del pueblo griego y el genio político del romano colaboran en la formación de este mundo latino o mediterráneo que fue el núcleo de lo que hoy llamamos civilización occidental o europea” (Pp. 84-85)
Es importante aclarar que aquí no se pretende señalar que los romanos estuvieran desprovistos de la capacidad de incorporar elementos propios a la cultura latina y que el imperio haya sido un rompecabezas compuesto por piezas inconexas e independientes una de otras desde el punto de vista cultural, sino que lo que se pretende destacar es que los romanos tuvieron la capacidad de incorporar los elementos culturales que consideraron provechosos para el imperio y los difundieron por todas sus provincias. Para ser más justos habría que decir que los romanos se nutrieron de las riquezas espirituales los pueblos conquistados y se inspiraron en ellos para crear. Michael Grant (1996) y Rafael Vargas Hidalgo (2006) son muy enfáticos en este sentido. Este último señala que Johann Joachim, al acuñar el término “arquitectura clásica”, hizo un grave daño a la comprensión de la antigua arquitectura romana. En tanto que el primero culpa a los “helenistas” de desperfilar el arte romano, ya que investigadores como Arnold Gomme lo calificaron como arte de “segunda fila”, en relación al griego. Grant en ningún caso niega que el imperio Romano se haya convertido en un catalizador y un difusor de las culturas incorporadas a sus límites, pero asegura que generaron expresiones culturales propias o que se inspiraron en elementos culturales nuevos, para desde allí incorporar su capacidad creadora.
“Su genio político los capacitó para asumir el dominio de Occidente civilizado, Asia occidental inclusive, ampliarlo hasta el Danubio, el Sahara, las costas oceánicas, y proporcionar los medios y la oportunidad para una equivalente expansión de ideas y formas. Pero estas ideas y formas no eran las suyas o sólo las suyas [...] El arte y arquitecturas romanas no son arte y arquitectura griega de segunda fila; son distintos en su propósito y en sus logros, no son mera repetición de unos mismos valores” (Grant 1996, p. 432).
También es importante aclarar, que si bien es cierto, los romanos permitieron en términos generales, a todos los pueblos mantener vigentes sus expresiones culturales y que, por lo mismo, el imperio se nutrió de esta diversidad, también es cierto señalar que la civilización griega fue la que hizo sentir con mayor fuerza su influencia en el imperio, en especial en disciplinas como la filosofía.
“Desde principios del siglo II antes de Jesucristo, sabios griegos marchaban a Roma – el pueblo joven y rico que irrumpía en la vida mediterránea – como preceptores de las grandes familias patricias. Roma conquistó a Grecia en ese siglo y se apropió de la cultura griega, que, a partir de esta época, se conoce con el nombre de greco-latina. La filosofía romana es así una prolongación de la griega” (Gambra 2001, p. 84).
Efectivamente los romanos, hasta la llegada de los cristianos (a los que nos referiremos en la próxima sesión, siguiendo a Agustín de Hipona), fundaron sus principios filosóficos en el enfoque griego, inclinándose por las escuelas griegas estoica y epicúrea. Ambas escuelas, dadas sus características no tuvieron gran preocupación por el tema de la verdad, el bien y la trascendencia, más bien, debido a su contenido, le dieron un tratamiento superficial.
El estoicismo proponía como el supremo bien la capacidad del hombre de vivir conforme a su naturaleza. Esto consistía en buscar su espíritu y su libertad interior en la propia e individual interioridad, dejando de lado las explicaciones de lo que ocurría en el mundo, ya que sólo la divinidad era capaz de explicar el universo en su integridad. Por lo tanto, el sabio estoico era quien, asumiendo que no podía más que dar cuenta de su propia interioridad, debía abandonar toda pretensión de cambiar el inexorable futuro.
El criterio de verdad estaba dado sólo por el ejercicio de los sentidos, que se constituían en las herramientas que entregaban la información necesaria (sensismo). La verdad no se encontraba conectándose con el mundo, sino en la imperturbabilidad y la absoluta autarquía, que se lograba con el ascetismo y la austeridad, es decir alejándose de las pasiones mundanas y buscando el contacto con el alma del universo a través del ensimismamiento. El ideal moral de una vida sin pasiones ni sufrimientos adquiriría así un lugar central dentro de la consideración estoica del bien.
El Epicureismo, que tuvo en Lucrecio a uno de sus más conocidos representantes en el imperio Romano, planteaba que la verdad era toda percepción sensible, al igual que las representaciones de la fantasía que eran las que movían el alma. Esto equivalía a decir que la verdad de toda sensación consistía en la realidad psicológica de tal impresión y afección anímica. En tanto que la verdad ontológica y lógica dependían de algo ulterior y distinto que sería la del juicio y de la opinión.
En cuanto a la trascendencia el epicureismo planteaba que el alma era materia, más fina y sutil, pero al fin y al cabo materia, por lo tanto, al no reconocer la existencia de lo espiritual, éste era un tema que estaba fuera de su doctrina.
Tanto Séneca, el máximo exponente del estoicismo en el Imperio Romano, como Lucrecio representante del epicureismo, intentaron dar algo más de esperanza al ser humano, dentro del contexto de las doctrinas a las que adscribieron. Lucrecio se permitió en su poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) dar algo de calidez y sentido humano a una visión tan deshumanizada como es la de la concepción atomista y mecanicista del universo, propia del epicureismo. Séneca, en tanto, intentó que la ética estoica se convirtiera en una fuente de paz y consuelo para los hombres, de hecho el sabio estoico, en su obra, dejó de ser aquel sabio teórico, inflexible, imperturbable, alejado de la sociedad y ensimismado, sino que se convirtió en un sabio que humanizó la teoría, la puso al servicio del hombre y no se ocultó en su reflexión personal, sino que la puso al servicio de los demás.,Tanto fue así que su doctrina moral se acercó a la cristiana, por lo que se ha planteado que pudo haber existido una relación epistolar entre Pablo y Séneca e incluso una conversión de éste, pero que ha sido descartado por los especialistas.
En Lucrecio y especialmente en Séneca se puede ver un mensaje más esperanzador, en el que no todo es caducidad y desesperanza. Séneca llega incluso hasta a hablar de la trascendencia del alma. Tal vez esto se debió a la crisis en la que se encontraba la sociedad romana y a la búsqueda que iniciaron sus pensadores, quienes intentaron proponer nuevos derroteros que dieran luz a la desorientada sociedad romana, la que debido al excesivo libertinaje vivido en las clases patricias y especialmente a su apertura a las demás expresiones culturales, terminó construyendo un mapa cultural tan ecléctico que se hizo difícil de comprender, especialmente para una sociedad que en sus orígenes tenía un contenido cultural muy disímil a la del imperio, debido a que para estructurarse como tal se abrió al mundo sin criterios de coherencia, sino que de sobrevivencia.
Bibliografía:
Gambra, Rafael. 2001 Historia sencilla de la filosofía. RIALP ediciones. Madrid
Grant, Michael. 1996 Historia de las civilizaciones Tomo Nº 3. Alianza Editorial. Madrid
Secco Ellauri, Oscar y Baridon, Pedro. 1993 Historia Universal: Roma. Editorial Kapelusz.
Buenos Aires.
Vargas Hidalgo, Rafael. 2006 El cantar de los olivos. Ediciones Chile América-Cesoc. Santiago de Chile.
Viscontea 1983. Historia de las Grandes Civilizaciones. Editorial Viscontea. Buenos Aires.
EN LA CULTURA LATINA
Para abordar los valores trascendencia, verdad y bien en la cultura Latina es preciso tener en cuenta que Roma partió siendo una pequeña ciudadela a las orillas del Tiber y terminó siendo un imperio que aglutinó a más de ochenta millones de habitantes y que dominó un territorio que llegó a ocupar casi todo Europa, Asia Menor, todos los territorios del cercano oriente y el norte de África, desde Siria a Marruecos.
¿Por qué es necesario considerar este aspecto que a simple vista no tiene vinculación alguna con las concepciones valóricas de un pueblo? La respuesta es que la expansión territorial que lideraron e iniciaron los romanos, trajo enormes consecuencias culturales, políticas, sociales y legales tanto para ellos como para los pueblos que quedaron al interior de los límites del imperio, dándose con esto una evolución en las concepciones que tenían respecto de los valores antes señalados.
Efectivamente, en el Imperio Romano coexistieron y se mezclaron creencias y costumbres de las naciones que formaron parte del imperio, debido a que en términos generales se optó por una política de tolerancia, según la cual, en la medida que una creencia o costumbre no afectara el funcionamiento del sistema, no se prohibía. Producto de esta conducta tolerante se produjo un fenómeno de enculturación y de síntesis cultural que dio forma a una nueva cultura: la Latina. Secco Ellauri y Baridon (1993) no sólo constatan este hecho, sino que lo consideran como la gran virtud del imperio.
“La importancia histórica del imperio radica, precisamente, en haber creado con los diversos pueblos de la cuenca mediterránea una sola nación. El genio organizador aceleró esa obra de unificación. De un extremo a otro del imperio, los romanos trazaron carreteras por las cuales se podía transitar con seguridad. Donde quiera que conquistaron, levantaron ciudades con edificios magníficos, teatros, templos, foros y termas que fueron focos poderosos de romanización. Las fronteras del imperio estaban defendidas por las legiones, que impedían la irrupción de los bárbaros y aseguraban la paz y la tranquilidad. En todo el imperio regían las mismas leyes, que aseguraban el orden y la justicia romana en todos los territorios” (P. 174).
Un poeta de la época, el galo Rutilio Namaciano, es aún más claro y enfático que los citados autores, ya que le asigna, al Imperio Romano, la categoría de patria para todos sus habitantes.
“No te detuvieron las abrasadoras arenas de Libia, ni te repelieron las regiones extremas armadas de hielo. Hiciste una sola patria de gentes diversas, favoreció al sin ley convertirse en tu tributario porque tú transformaste a los hombres en ciudadanos e hiciste una ciudad de lo que antes no era más que un globo” (en Viscontea 1983. P. 87).
Surge frente a estas aseveraciones la pregunta ¿por qué el pueblo romano triunfante no hizo prevalecer su cultura en el imperio, sino que optó por la tolerancia? Una respuesta, seguramente no la única, radica en las costumbres originales del pueblo romano y la necesidad de que éste tomara las armas para conquistar y mantener la conquista. Las costumbres originales se relacionan con este fenómeno porque la nación que dio forma a Roma y se liberó de los Etruscos, era una nación de características rurales, que vivía en un rico contacto con la naturaleza y especialmente con la tierra, que constituía su principal fuente de riqueza. Su religión era muy simple y básica, fundamentada en los antepasados de cada familia, por lo mismo el pater familias lideraba los ritos en honor de sus antepasados, a los que había que serles siempre fiel, porque de lo contrario se volvían en contra. Las ciudades no eran espectaculares, sino que sólo servían para lo que estaban hechas, no había interés por el lujo ni la sofisticación. En síntesis las costumbres y tradiciones de los romanos eran simples, sencillas y pragmáticas.
El pragmatismo marca fuertemente a esta nación, y es en este espíritu pragmático donde se puede encontrar parte de la respuesta a la pregunta anterior, ya que cuando los romanos se liberaron de los etruscos debieron solucionar los problemas internos derivados de las demandas políticas y económicas de los plebeyos, posteriormente se involucraron en conflictos armados externos, debiendo centrar sus energías en la eficacia en los campos de batalla y en la administración de las tierras conquistadas y posteriormente debieron concentrarse en cómo solucionar los problemas internos que se generaban por las consecuencias económicas y comerciales derivadas de las Guerras Púnicas. Los romanos, desde que se liberaron de los etruscos, entraron en una escalada de conflictos que los obligó a administrar las conquistas y los pueblos conquistados. Por lo mismo se convirtieron en soldados o en administradores públicos que debieron mantener vigente el dominio. El pragmatismo y realismo político que los caracterizó les permitió generar un sistema que les aseguró el control de las tierras y los pueblos conquistados. Este sistema consistió en respetar las instituciones y costumbres de éstos, en la medida que no afectaran su dominio sobre ellos, y dotar al imperio de un cuerpo de leyes coherente con las problemáticas que se iban desarrollando. El doctor en filosofía Rafael Gambra (2001) es enfático en este sentido, ya que señala que el pueblo romano tuvo la misión de difundir por el Mediterráneo la filosofía y ciencia griega, gracias al espíritu pragmático y al genio político de aquel.
“Pero el genio romano no fue de inclinación intelectual, ni heredó en filosofía el espíritu creador del griego, por lo que la filosofía romana es sólo una continuación de las escuelas existentes en la última época de Atenas. El espíritu romano fue fundamentalmente práctico en consonancia con su misión histórica. Conquistador y organizador de pueblos, creador de un derecho que ha perdurado inconmovible a través de los tiempos, el pueblo romano supo como ninguno en la historia asimilar pueblos extraños respetando sus instituciones propias, insuflándoles al mismo tiempo su espíritu hasta llegar a su romanización, esto es, a hacerles solidarios de su propia civilización y de su vida política. De este modo la cultura racional del pueblo griego y el genio político del romano colaboran en la formación de este mundo latino o mediterráneo que fue el núcleo de lo que hoy llamamos civilización occidental o europea” (Pp. 84-85)
Es importante aclarar que aquí no se pretende señalar que los romanos estuvieran desprovistos de la capacidad de incorporar elementos propios a la cultura latina y que el imperio haya sido un rompecabezas compuesto por piezas inconexas e independientes una de otras desde el punto de vista cultural, sino que lo que se pretende destacar es que los romanos tuvieron la capacidad de incorporar los elementos culturales que consideraron provechosos para el imperio y los difundieron por todas sus provincias. Para ser más justos habría que decir que los romanos se nutrieron de las riquezas espirituales los pueblos conquistados y se inspiraron en ellos para crear. Michael Grant (1996) y Rafael Vargas Hidalgo (2006) son muy enfáticos en este sentido. Este último señala que Johann Joachim, al acuñar el término “arquitectura clásica”, hizo un grave daño a la comprensión de la antigua arquitectura romana. En tanto que el primero culpa a los “helenistas” de desperfilar el arte romano, ya que investigadores como Arnold Gomme lo calificaron como arte de “segunda fila”, en relación al griego. Grant en ningún caso niega que el imperio Romano se haya convertido en un catalizador y un difusor de las culturas incorporadas a sus límites, pero asegura que generaron expresiones culturales propias o que se inspiraron en elementos culturales nuevos, para desde allí incorporar su capacidad creadora.
“Su genio político los capacitó para asumir el dominio de Occidente civilizado, Asia occidental inclusive, ampliarlo hasta el Danubio, el Sahara, las costas oceánicas, y proporcionar los medios y la oportunidad para una equivalente expansión de ideas y formas. Pero estas ideas y formas no eran las suyas o sólo las suyas [...] El arte y arquitecturas romanas no son arte y arquitectura griega de segunda fila; son distintos en su propósito y en sus logros, no son mera repetición de unos mismos valores” (Grant 1996, p. 432).
También es importante aclarar, que si bien es cierto, los romanos permitieron en términos generales, a todos los pueblos mantener vigentes sus expresiones culturales y que, por lo mismo, el imperio se nutrió de esta diversidad, también es cierto señalar que la civilización griega fue la que hizo sentir con mayor fuerza su influencia en el imperio, en especial en disciplinas como la filosofía.
“Desde principios del siglo II antes de Jesucristo, sabios griegos marchaban a Roma – el pueblo joven y rico que irrumpía en la vida mediterránea – como preceptores de las grandes familias patricias. Roma conquistó a Grecia en ese siglo y se apropió de la cultura griega, que, a partir de esta época, se conoce con el nombre de greco-latina. La filosofía romana es así una prolongación de la griega” (Gambra 2001, p. 84).
Efectivamente los romanos, hasta la llegada de los cristianos (a los que nos referiremos en la próxima sesión, siguiendo a Agustín de Hipona), fundaron sus principios filosóficos en el enfoque griego, inclinándose por las escuelas griegas estoica y epicúrea. Ambas escuelas, dadas sus características no tuvieron gran preocupación por el tema de la verdad, el bien y la trascendencia, más bien, debido a su contenido, le dieron un tratamiento superficial.
El estoicismo proponía como el supremo bien la capacidad del hombre de vivir conforme a su naturaleza. Esto consistía en buscar su espíritu y su libertad interior en la propia e individual interioridad, dejando de lado las explicaciones de lo que ocurría en el mundo, ya que sólo la divinidad era capaz de explicar el universo en su integridad. Por lo tanto, el sabio estoico era quien, asumiendo que no podía más que dar cuenta de su propia interioridad, debía abandonar toda pretensión de cambiar el inexorable futuro.
El criterio de verdad estaba dado sólo por el ejercicio de los sentidos, que se constituían en las herramientas que entregaban la información necesaria (sensismo). La verdad no se encontraba conectándose con el mundo, sino en la imperturbabilidad y la absoluta autarquía, que se lograba con el ascetismo y la austeridad, es decir alejándose de las pasiones mundanas y buscando el contacto con el alma del universo a través del ensimismamiento. El ideal moral de una vida sin pasiones ni sufrimientos adquiriría así un lugar central dentro de la consideración estoica del bien.
El Epicureismo, que tuvo en Lucrecio a uno de sus más conocidos representantes en el imperio Romano, planteaba que la verdad era toda percepción sensible, al igual que las representaciones de la fantasía que eran las que movían el alma. Esto equivalía a decir que la verdad de toda sensación consistía en la realidad psicológica de tal impresión y afección anímica. En tanto que la verdad ontológica y lógica dependían de algo ulterior y distinto que sería la del juicio y de la opinión.
En cuanto a la trascendencia el epicureismo planteaba que el alma era materia, más fina y sutil, pero al fin y al cabo materia, por lo tanto, al no reconocer la existencia de lo espiritual, éste era un tema que estaba fuera de su doctrina.
Tanto Séneca, el máximo exponente del estoicismo en el Imperio Romano, como Lucrecio representante del epicureismo, intentaron dar algo más de esperanza al ser humano, dentro del contexto de las doctrinas a las que adscribieron. Lucrecio se permitió en su poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) dar algo de calidez y sentido humano a una visión tan deshumanizada como es la de la concepción atomista y mecanicista del universo, propia del epicureismo. Séneca, en tanto, intentó que la ética estoica se convirtiera en una fuente de paz y consuelo para los hombres, de hecho el sabio estoico, en su obra, dejó de ser aquel sabio teórico, inflexible, imperturbable, alejado de la sociedad y ensimismado, sino que se convirtió en un sabio que humanizó la teoría, la puso al servicio del hombre y no se ocultó en su reflexión personal, sino que la puso al servicio de los demás.,Tanto fue así que su doctrina moral se acercó a la cristiana, por lo que se ha planteado que pudo haber existido una relación epistolar entre Pablo y Séneca e incluso una conversión de éste, pero que ha sido descartado por los especialistas.
En Lucrecio y especialmente en Séneca se puede ver un mensaje más esperanzador, en el que no todo es caducidad y desesperanza. Séneca llega incluso hasta a hablar de la trascendencia del alma. Tal vez esto se debió a la crisis en la que se encontraba la sociedad romana y a la búsqueda que iniciaron sus pensadores, quienes intentaron proponer nuevos derroteros que dieran luz a la desorientada sociedad romana, la que debido al excesivo libertinaje vivido en las clases patricias y especialmente a su apertura a las demás expresiones culturales, terminó construyendo un mapa cultural tan ecléctico que se hizo difícil de comprender, especialmente para una sociedad que en sus orígenes tenía un contenido cultural muy disímil a la del imperio, debido a que para estructurarse como tal se abrió al mundo sin criterios de coherencia, sino que de sobrevivencia.
Bibliografía:
Gambra, Rafael. 2001 Historia sencilla de la filosofía. RIALP ediciones. Madrid
Grant, Michael. 1996 Historia de las civilizaciones Tomo Nº 3. Alianza Editorial. Madrid
Secco Ellauri, Oscar y Baridon, Pedro. 1993 Historia Universal: Roma. Editorial Kapelusz.
Buenos Aires.
Vargas Hidalgo, Rafael. 2006 El cantar de los olivos. Ediciones Chile América-Cesoc. Santiago de Chile.
Viscontea 1983. Historia de las Grandes Civilizaciones. Editorial Viscontea. Buenos Aires.