jueves, 27 de marzo de 2008

¿QUIÉN FUE SÓCRATES?


SÓCRATES

Gerardo Vidal Guzmán, Retratos de la antigüedad griega, Editorial Universitaria.


La sabiduría de la ignorancia


El s. IV en Grecia fue el siglo del genio. Esquilo, Fidias, Tucídides, y otros, marcaron a fuego esa época y le dieron un aspecto inconfundible que aún hoy la distingue entre todas las edades notables de la historia. Sócrates, ajusticiado el 399 a.C., fue quien cerró con broche de oro ese tiempo glorioso. Y quien elevó la filosofía a la altura a que habían llegado antes que ella la literatura, el arte o la historia.


Su genio fue, con toda seguridad, uno de los más venerados en la Grecia antigua. Su recuerdo y sus palabras fueron celosamente conservadas en el círculo de los filósofos y, después de su muerte, no sólo la Academia Platónica guardó su legado; también el estoicismo y el cinismo hicieron de él su patrono.


A pesar de esta estela de popularidad, Sócrates no fue hombre de consensos. Y si bien supo ganarse la devoción incondicional de sus discípulos, al mismo tiempo y con la misma facilidad se granjeó el desprecio y el odio enconado de buena parte de sus coetáneos. Y había razones para ello. Polemizó prácticamente con todas las corrientes de pensamiento importantes de su época, y siempre asumió una misión crítica en la sociedad y en la formación de la juventud. Fue venerado por sus discípulos, que hicieron de su pensamiento el punto de partida de una nueva época en la historia de la filosofía. Pero al mismo tiempo, fue caricaturizado, ridiculizado, perseguido, y finalmente, condenado a muerte. Tal vez era imposible que un hombre de su estatura intelectual y moral pasara desapercibido en la Atenas de su época.


Nació hacia el año 470 a.C. Su padre fue Sofronisco, un escultor, y su madre, Fenareta, una partera. Se casó con Jantipa, una mujer insoportable y de lengua viperina, a la que Sócrates decía estar acostumbrado a escuchar del mismo modo que oía los graznidos de los gansos. De ella se contaba que era la única persona en el mundo capaz de ganarle una discusión a Sócrates. No sin razón era unánimemente considerada la peor mujer de la antigüedad, un dudoso privilegio en una época ya de suyo machista.


La vida de Sócrates fue intensa. En su juventud le tocaron los mejores años de Atenas; fue espectador de primera fila cuando su ciudad asumió el liderazgo de la Hélade y se embelleció con las obras de los artistas más grandes de toda Grecia. Años más tarde fue también testigo de su decadencia; él mismo participó como hoplita en la guerra del Peloponeso, después de la cual la ciudad quedó sumida en un marasmo del que ya jamás se repuso.


La faceta que más definió su personalidad fue su docencia, aunque la desarrollaba con un tono de excentricidad bastante evidente. Sócrates era conocido en Atenas por su extraña costumbre de ir por los foros y los mercados formulando preguntas difíciles y poniendo en problemas a todo aquel que se animase a responderle. Era su peculiar forma de proponer su magisterio: la mayéutica.
Jamás escribió nada y esto no fue sólo casualidad. Probablemente respondía a una idea muy propia de Sócrates, según la cual la verdad no podía alcanzarse aprendiendo de otros, y mucho menos leyendo libros escritos en el pasado. Para Sócrates, la verdad constituía el fruto maduro de un esfuerzo personal, hecho en primera persona, que jamás podía reducirse a repetir las opiniones de otro después de haberlas aprendido de memoria. Era dentro de uno mismo donde residía la verdad y, por eso, se esforzaba por conducir a sus discípulos a través de preguntas, que los forzaran a encontrar dentro de sí la sabiduría que buscaban.


La mayéutica era precisamente esto. Sócrates decía que su trabajo era semejante al de su madre, Fenareta. Ella ayudaba a dar a luz los cuerpos; el oficio de Sócrates era ayudar a dar a luz los espíritus. Afirmaba que no pretendía enseñar, sino ayudar en el difícil parto de las ideas. Y lo hacía por medio de preguntas molestas, con las cuales pronto se ganó el apodo de “el tábano de Atenas”. Sócrates, de hecho, era un entrevistador difícil; tenía siempre en la punta de los labios una réplica aguda y no parecía jamás satisfecho por las respuestas.


Tan especial era el personaje que a muchos en Atenas debió de parecerles un excéntrico estrafalario, si no un loco. Su apariencia externa tampoco colaboraba a crearle buena fama; solía ir descalzo, con la túnica raída, y los atenienses de la época bromeaban diciendo que si a un esclavo lo hubieran obligado a vestir como vestía Sócrates, habría tenido que escapar. Aristófanes lo ridiculizó sin piedad alguna en sus comedias. En Las nubes lo presentó como un sofista, abstraído en cuestiones sin sentido y rodeado de estúpidos discípulos.


Pero Sócrates no era hombre que se alterase fácilmente ante las ofensas. Nada de extraño si se toma en cuenta el entrenamiento que le exigía su convivencia conyugal; solía decir que después de tratar a su mujer le era facilísimo tratar a todos los demás. Y a quienes se admiraban de su serenidad, les decía: “Y si un asno me hubiese dado una coz, ¿habría yo de citarlo ante la justicia?”.


Era hombre austero y vivía en pobreza. Se distinguía de los sofistas porque nunca cobraba por sus lecciones. Solía decir que quien comía con apetito no tenía necesidad de viandas exquisitas. Y, sino es invención de sus hagiógrafos, al ver la cantidad de cosas que se vendían en Atenas, gustaba de exclamar: “Cuántas cosas que no necesito”.


La más conocida de las sentencias socráticas es “Sólo sé que nada sé”. Una frase que condensaba buena parte de sus enseñanzas, ya que aun siendo aclama do por sus discípulos como sabio, buena parte de su vida la dedicó a exaltar la ignorancia y afirmar la suya propia. El oráculo de Delfos, sin embargo, no pareció estar de acuerdo con él y, según cuenta Platón en su Apología, de aquí derivaron buena parte de las enemistades que tuvo que soportar durante su vida, y que finalmente lo llevaron a la muerte.


Un compañero suyo, un tal Querefonte, preguntó al oráculo si había alguien en Grecia más sabio que Sócrates. Y la Pitia, sobreponiéndose a la vaguedad usual de las respuestas que se concedían en el santuario, afirmó que no. El mismo Sócrates quedó desconcertado con la respuesta. ¿Qué había querido decir el oráculo si él mismo no tenía ninguna conciencia de ser sabio? Y se dedicó a investigar. Comenzó a entrevistar a aquellos que usualmente pasaban por sabios. Y ninguno escapó a su examen: políticos, poetas, artesanos, militares… Sócrates llegó a la conclusión de que, a pesar de la fama de que gozaban, no eran más sabios que él mismo. Peor aun, cuando se esforzó por hacerles ver su ignorancia se enfrentó con su elevada autoestima: tenían tan alta opinión de sí mismos que les era imposible no tenerse por sabios. Nada extraño si, después de esta experiencia, adoptó como lema la frase que estaba esculpida en el oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.


Desde entonces quedó claro para Sócrates el sentido del oráculo. No era su sabiduría la que le había valido el título de sabio; era la conciencia de su ignorancia. La sabia ignorancia que exaltó como medida de su sabiduría: “Sólo sé que nada sé”. Ésta era la única sabiduría que Sócrates consideraba propiamente humana. La otra, la que pretendían tener sus enemigos, los sofistas, era “sabiduría sobrehumana”, de la cual él nada conocía.


Más que ningún otro, Sócrates fue merecedor con toda justicia del título de filósofo. Filosofía significaba etimológicamente “amor de la sabiduría”, no posesión de la sabiduría. Platón, el mayor discípulo de Sócrates, que siempre tenía el tino de encontrar una formulación metafórica adecuada, afirmaba en el Banquete que Eros, el personaje semidivino que representaba el amor, era hijo de dos divinidades: Poros (abundancia) y Penta (pobreza). De ambas se nutría el amor, y también el filósofo, que era “el amante de la sabiduría”. Y eso significaba que la filosofía no era para los “sabios” ni para los ignorantes; los primeros eran incapaces de amar la sabiduría, porque eran vanidosos engreídos que la consideraban posesión suya; los segundos, porque se encontraban satisfechos en su propia ignorancia. El amor de la sabiduría propio del filósofo se encontraba en el término medio; era la sabiduría que nacía de la conciencia de la propia ignorancia.


Desde Sócrates, la filosofía y toda la cultura de Occidente han manifestado reverencia por la conciencia de la ignorancia, y sumo interés por los límites del conocimiento humano. En ellos ha buscado remedio cada vez que la palabrería, las falsas certezas o la intolerancia ideológica han envenenado el ambiente intelectual. Justamente por eso Sócrates ha constituido una suerte de eterno punto de partida para el pensamiento.


Ahora bien, aunque haya tenido extrema conciencia de su ignorancia, Sócrates no era un simple. Por el contrario, era un hombre lleno de preguntas, y tenía también sus convicciones filosóficas. Y por lo que manifiesta su vida, extraordinariamente firmes; tanto que, cuando llegó el momento, estuvo dispuesto a morir por ellas. Porque si Sócrates combatió revolucionariamente todo conformismo y dogmatismo no lo hizo para convertirse en un escéptico y mucho menos en un cínico.


Lo que él enseñó fue el espíritu crítico, el inconformismo. Luchó siempre contra una sociedad que no admitía la discusión ni la crítica interna. Formó a los jóvenes con los que tuvo contacto en esta frecuencia. Y si la Atenas de su época lo acusó de corromper a los jóvenes, fue porque los incitaba a desconfiar de las opiniones comunes y de las actitudes gregarias.


Sea como fuere, el odio que finalmente lo llevó al cadalso se nutría, en su opinión, de dos acusaciones fundamentales: la de “investigar bajo la tierra y bajo el cielo” y la de “hacer débil la parte fuerte y fuerte la débil”. Y no dejaba de ser irónico que sus detractores consideraran a Sócrates un cosmólogo y un sofista, dos corrientes contra las cuales realizó las grandes batallas de su vida.


Los cosmólogos constituían la descendencia de Tales de Mileto y del impulso que él había dado a la ciencia física. Ellos eran los estudiosos que escudriñaban “bajo la tierra y bajo el cielo”. Como Anaxágoras de Clazomene, que había llegado a Atenas hacia el 460 a.C., y que fue con toda seguridad uno de los maestros de Sócrates. Anaxágoras se había destacado en el estudio de los fenómenos celestes; del estudio de un meteorito caído en Egospótamos en el 467 a.C. había concluido que los astros debían ser de la misma substancia que la tierra. Para Anaxágoras, el sol era una roca incandescente algo mayor que el Peloponeso, y la luna, una segunda tierra habitada por seres vivos. Sus teorías cosmológicas eran muy variadas: explicaban las fases lunares, los eclipses, los vientos, las inundaciones y los terremotos. El mundo entero era para él objeto de investigación racional. Y aunque hoy se requiera una dosis de buena voluntad para tomar en serio sus razonamientos científicos, en su época era un investigador audaz y notable. Para todo buscaba una explicación causal y prácticamente no dejaba lugar alguno a los mitos en la tarea de responder a las preguntas que planteaba el mundo tísico.


Nada extraño que una personalidad como la suya haya generado Sospechas de ateísmo. Porque eso fue lo que pasó; el año 432 tuvo que sufrir un proceso bajo el cargo de impiedad. Los tribunales fallaron en su contra y Anaxágo05 terminó en el exilio, en la ciudad de Lampsaco, en Jonia. Allí parece haber vivido el destierro con bastante dignidad ya que, según se cuenta, solía decir: “Son los atenienses los que se privan de mí”.


Pues bien, éste era el tipo de proceso que los atenienses tenían en mente cuando acusaban a Sócrates de “investigar bajo la tierra y bajo el cielo”. Era Una forma de tacharlo de ateo y de blasfemo ante los ojos de la obtusa mentalidad corriente, para la cual lo que había “bajo la tierra y bajo el cielo” no era algo para estudiar, sino para adorar.


En sus años de juventud, Sócrates había entrado en contacto con Anaxágoras y con toda seguridad había conocido la tradición de pensamiento de la ciencia jónica. Tal vez se consideró por algún tiempo un cosmólogo. Pero muy pronto comenzó a distanciarse de sus posiciones. Y supiéralo él o no, al hacerlo estaba estrenando nuevos horizontes para el pensamiento.
Sócrates no tenía muy buena opinión de la ciencia cosmológica. Pero más que por ella misma, por las pretensiones totalizantes que había alimentado. Seguramente no veía en sus cultores la conciencia de la ignorancia que él tanto había exaltado. Y hubo al menos un punto donde los contradijo abiertamente.


El gran tema de Sócrates, y el punto de fricción con los cosmólogos, fue el hombre. Y esto no era cosa de poca monta. Antes de Sócrates los filósofos habían orientado lo mejor de sus esfuerzos a la comprensión del mundo físico; después de él y tras sus huellas, el panorama de la filosofía adoptó un tono esencialmente antropocéntrico.


Sócrates conectó a la filosofía con el profundo humanismo que florecía en la Atenas de su época. Durante todo el s. y a.C. el hombre había enseñoreado la literatura, el arte y la cultura en general. El Coro de la Antígona de Sófocles proclamaba “Muchos son los portentos, pero nada más portentoso que el hombre”; la perfección del cuerpo humano constituía el motivo de inspiración principal de la escultura de Mirón, Fidias y Policteto. La arquitectura había abandonado el colosalismo oriental para adquirir dimensiones humanas, y también la política se orientaba hacia formas democráticas, “a medida de hombre”. Incluso los dioses habían abandonado ya para siempre la apariencia animal, para vestirse de hombres perfectos. Y si la cultura estaba concertadamente exaltando en todas sus notas la centralidad del ser humano. Sócrates fue quien trajo el tema a la especulación filosófica, y le dio un contenido con su doctrina del alma. Aunque tuvo que hacerlo en polémica con la ciencia natural.


Entre las preocupaciones de los cosmólogos, la del arjé constituía seguramente la más importante. Debajo de ella se encontraba la búsqueda de la naturaleza última del cosmos, Dos siglos antes, Tales había inaugurado la discusión proponiendo el agua como arjé de todos las cosas. Y después de él no habían cesado de proponerse diversas respuestas para el mismo problema: el aire, el fuego, lo indeterminado, los átomos, los elementos.


Por su carácter general, esta discusión presidía todas las demás. Los cosmólogos solían insertar los temas de debate dentro de ese marco, que obviamente venía a incidir en todo el resto. Porque con cierta razón consideraban que, una vez descubierto ese secreto, la realidad entera se había rendido a sus esfuerzos. Y el tema del alma no era excepción.


Dos de los más notables cosmólogos de la época ya habían dado sus respuestas al respecto. Para Empédocles de Agrigento, el alma era, como todas las demás cosas de la naturaleza, el resultado de una combinación de los cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego. Una combinación tal vez más sutil y delicada que la que formaba una mesa o una piedra, pero otra combinación más, al fin y al cabo. Para Demócrito de Abdera, el alma estaba compuesta, como todas las demás cosas, de átomos y vacío. Seguramente átomos más finos que los que formaban un leño seco o una roca, pero átomos en definitiva.


Sócrates polemizó crudamente contra estas concepciones antropológicas que la cosmología de su época ofrecía. El consideraba que existía algo en el hombre que no podía recibir una explicación digna a partir de las categorías de Empédocles o de Demócrito; que existía un principio, una chispa divina en cada ser humano, que no podía explicarse por medio de burdas teorías de átomos o elementos. Con esta sola protesta Sócrates estaba inventando la noción de alma espiritual y, al mismo tiempo, haciendo sonar una campana de alarma frente a la arrogancia de una ciencia que pretendía tener la última palabra en todo.


Con este trasfondo protagonizaron Sócrates y los cosmólogos la primera batalla entre dos concepciones opuestas del hombre: una materialista, a la que le bastaba hablar de átomos o elementos, y otra espiritualista que, aun sin negar la anterior, consideraba necesario complementarla con un principio que desbordaba la materia. Fue el primer capítulo de un combate perennemente renovado a lo largo de los siglos.


La afirmación de la espiritualidad del alma humana estuvo ligada al fenómeno del conocimiento racional. Porque fueron las carencias de los cosmólogos en este punto las que estimularon a la cultura griega a seguir las huellas de Sócrates.


Y no podía ser de otro modo. Cuando los cosmólogos intentaban dar una explicación de los fenómenos de la razón y del conocimiento, debían hacerlo con sus mismos términos. Empédocles, por ejemplo, afirmaba que los cuatro elementos que había en nuestro interior reconocían los elementos del mundo exterior. De este modo, la percepción sensorial equivalía a una mezcla física de elementos similares. Por el fuego se reconocía el fuego; por el agua, el agua, y así sucesivamente. Demócrito lo explicaba con otra teoría igualmente burda. Afirmaba que corrientes de átomos traían, a través de los órganos sensoriales, imágenes del mundo exterior... Se trataba de propuestas bastante toscas, pero era lo mejor que los cosmólogos podían hacer en los estrechos límites de sus sistemas.


Aun así, era obvio que tales explicaciones resultaban rudimentarias para explicar el caudal de conocimientos que ya había hecho propio la cultura griega. Y especialmente mezquinas para explicar el gran orgullo del conocimiento griego: las matemáticas. Porque era precisamente el cultivo de las matemáticas el que revelaba la naturaleza espiritual del alma. Y de ahí lo tomó Sócrates, arrancando sus secretos al ghetto pitagórico.


En la comunidad de Pitágoras el estudio de las matemáticas, justamente por su independencia de la percepción de los sentidos, constituía una forma de iniciación. Ella equivalía a salir de este cuerpo en que se hallaba encerrada el alma, evadir el falaz mundo de los sentidos, dominado por el cambio y la multiplicidad, y entrar en otra dimensión. Las matemáticas eran la ciencia de lo inmutable y de lo eterno, y ponían en contacto con otro mundo. Al aprender matemáticas el alumno cerraba los ojos al mundo exterior y, reconcentrándose pacientemente en su interior, era capaz de reconstruir una sabiduría que no provenía de libros ni de maestros, sino de sí mismo. Y como cuenta Platón en el Menón, así lo demostró Sócrates: incluso un esclavo sin ninguna instrucción era capaz de hallar dentro de sí las respuestas para los problemas matemáticos, si tenía alguien que le orientara a través de preguntas adecuadas. Porque no en libros, sino dentro de uno mismo encontraba el hombre la verdad, decía Sócrates.


Sócrates sintió el influjo y la fascinación por las matemáticas y la prefirió a la cosmología. Mientras esta última se dedicaba al mundo de los sentidos, la matemática versaba sobre entidades que no pertenecían a este mundo, que no se conocían por los sentidos, y cuyas verdades no eran factuales sino de necesidad racional. Y especialmente la geometría constituyó para Sócrates un argumento de la existencia del alma espiritual. Porque si los objetos geométricos no eran conocidos por los sentidos, sólo podían ser conocidos por un alma espiritual, que fuera connatural a ese mundo de realidades matemáticas.


Los triángulos y círculos que se encontraban en la naturaleza servían como señales o copias variables de las formas ideales con que el geómetra operaba. No existían en la naturaleza ni auténticos triángulos equiláteros, ni círculos perfectos ni verdaderas líneas paralelas. Esto significaba que las matemáticas ponían al hombre en contacto con un mundo que no era el de la materia. Y si los hombres conocían las verdades de ese mundo —de hecho, su conocimiento estaba latente en todos ellos—, debían poseer ese conocimiento, pensaba Sócrates, porque su alma estaba en contacto con las ideas geométricas y participaba de su misma naturaleza espiritual. El alma era la puerta de acceso a esa otra dimensión que constituían las matemáticas.
Esta alma espiritual, capaz de trascender a la disolución de la materia, fue la más importante de las herencias que Sócrates dejó a sus discípulos. Y su muerte, abrazada voluntariamente, realzó su magisterio sobre la inmortalidad. Su principal discípulo, Platón, consignó sus argumentos sobre la pervivencia del alma en su diálogo Fedón, protagonizado por Sócrates poco antes de afrontar la condena que lo llevó al cadalso. Mas fue su muerte la que selló definitivamente su esperanza filosófica en el más allá.


Pero Sócrates no sólo polemizó con los cosmólogos; también se le contó entre los más acérrimos enemigos de los sofistas. La sofística fue un movimiento cultural e intelectual que se contrapuso radicalmente a las ideas dominantes del periodo precedente, penetrado por la religiosidad homérica y sostenido por la íntima convicción de la perfecta armonía entre naturaleza y ley (physis y nomos)


La sofística sometió a crítica radical los elementos fundamentales de la cultura: la lengua, la religión, la moral, el Estado y el derecho. Si todas ellas se presentaban en diversas formas en los distintos pueblos, para los sofistas esto sólo podía significar que eran el resultado de una convención y no una exigencia de la naturaleza. Toda verdad era relativa; no absoluta. Y el gran instrumento de esta verdad, fundada en el interés, era la retórica cuyos más grandes maestros eran los sofistas. De ahí la segunda acusación contra Sócrates, de “hacer débil la parte fuerte y fuerte la débil”. Como Gorgias, que se había permitido “hacer fuerte la parte débil” escribiendo un discurso en elogio de Elena.


Esto tenía particular relieve en un campo en que el filósofo se encontraba especialmente implicado: el de la ética. La preocupación moral de Sócrates era el principal estímulo de su docencia. La corrupción de la moral privada y de la vida pública en Atenas era una cosa evidente por aquellos años; Túcídides así lo había mostrado en sus escritos sobre la Guerra del Peloponeso, y Sócrates había hecho suya la misión de combatir ese oscurecimiento que pesaba sobre la ciudad.


Pero la doctrina sofística parecía avalar todo relativismo que regía la vida de los atenienses. En el campo de la moral los sofistas negaban la existencia de cualquier norma absoluta, oponiendo a la naturaleza, en la que se pretendía fundamentar ciertas normas de carácter universal, la ley y las costumbres propias de cada pueblo. Según los sofistas, lo justo, lo bueno, lo honesto eran aquello que el hombre o la sociedad consideraban justo, bueno y honesto. No existían en moral, como en ninguna otra cosa, puntos de referencia absolutos y universales.


Sócrates se opuso con toda su energía a este relativismo. Y para ello echó mano de lo que había descubierto en las matemáticas: que existía un mundo de realidades suprasensibles al que el hombre tenía acceso por su alma. Y si en matemáticas estas realidades eran la idea del triángulo, del círculo y de la esfera, en ética eran la idea de la justicia, de la bondad y de la honestidad. Y con esta convicción respondió a los sofistas que sí existían puntos de referencia absolutos, sólo que no estaban en este mundo sino más allá de él.


Sócrates estaba convencido de que la virtud podía aprenderse y que para ello era preciso aplicar el mismo método de las matemáticas. Se trataba de extender la claridad y certeza de los conceptos matemáticos a los conceptos éticos. Si los matemáticos trabajaban con triángulos perfectos y con círculos ideales, también el hombre ético debía orientarse, no por lo que los demás consideraban ser el bien o la justicia, sino por el conocimiento del bien y de la justicia perfectas. Un conocimiento al que el hombre tenía acceso, al igual que en matemáticas, por su alma, y para el que tampoco necesitaba de libros ni maestros.


Y Sócrates, el “tábano de Atenas”, pretendió suscitar el conocimiento de la ética en sus conciudadanos con la misma modalidad con que había despertado el conocimiento matemático en el esclavo del Menón. Un conocimiento que no provenía de los sentidos y que debía despertarse como un recuerdo del alma, ya casi sepultado por su encierro en la materia. Según Sócrates, era este recuerdo el que ponía al hombre en contacto con la idea de la justicia y la honestidad, de las que podía deducir, como teoremas, las normas éticas para su vida.


Fue precisamente esta convicción la que fundamentó el método socrático de enseñanza. Porque la ironía y la mayéutica eran esencialmente una forma dialógica de encontrar la verdad, no a través de una serie de verdades que el alumno debía aprender mansamente del maestro, sino de una conversación en la que el maes1ro, a través de hábiles preguntas al respecto de un tema, iba dejando al descubierto la ignorancia del discípulo y permitiéndole, al mismo tiempo, sacar de él
Sócrates paseaba por las calles de Atenas y se encontraba con un militar, con un político, con un artesano y, de acuerdo a su método, comenzaba una conversación sobre algún tema: la justicia, el bien, la valentía. La idea de Sócrates era llegar a la definición, a la idea general de la virtud sobre la que interrogaba. En el fondo, el método socrático correspondía a una aplicación del método geométrico a los problemas morales. Los geómetras reducían todas las formas a un repertorio de figuras ideales e intentaban dar una definición que comprendiese las propiedades esenciales de cada una de ellas. El conocimiento de estas figuras les permitía trabajar y resolver problemas. Pues bien, la idea de Sócrates era llegar a tener de las virtudes conceptos tan precisos como aquellos con que trabajaban los geómetras, de forma que la moral pudiese aprenderse como las matemáticas.


Y en ese esfuerzo se pasó la vida interrogando a sus conciudadanos y exhortándolos a no preocuparse de las riquezas, el poder político o la fama, sino de la verdad, la virtud y el cuidado de su alma. Eso fue lo que Sócrates consideró su vocación, como cuando comparó su esfuerzo al de un tábano sobre la grupa de un caballo algo inclinado a la pereza: estimular, aguijonear y sermonear. Obviamente, un personaje incómodo para todos, y para algunos, detestable.
Como dijimos al inicio, Sócrates supo granjearse, junto con el cariño de sus discípulos, el odio de sus enemigos. Al fin de la Guerra del Peloponeso, el año 404 a.C., se instaló en Atenas el gobierno de los Treinta Tiranos, afecto a la vencedora Esparta. Sócrates no huyó de Atenas, a pesar de la abierta hostilidad del nuevo régimen por la filosofía. Más aún, lo desafió abiertamente negándose a colaborar en sus purgas. Y tal vez eso hubiera sido suficiente para acabar con él. Pero inesperadamente las circunstancias políticas dieron una vuelta más, y al año siguiente un nuevo gobierno democrático reemplazaba al que Esparta había entronizado.


El nuevo régimen tampoco manifestó simpatías por Sócrates. Y cuando el 399 a.C., Amito, Melito y Licón lograron llevarlo ante los tribunales de la ciudad, seguramente muchos atenienses lo aplaudieron. La acusación principal fue la de corromper a los jóvenes. Aunque en realidad el juicio sólo expresaba el encono que había suscitado su magisterio en muchos personajes notables de la época, a los que Sócrates había puesto en evidencia.


De todos modos, tal vez nadie previó el desenlace de la acusación; una condena a muerte no entraba ni siquiera en el horizonte de los más agresivos detractores de Sócrates. Y, sin embargo, los acontecimientos se orientaron en esa dirección y Sócrates, más que luchar contra ellos, los alentó.


Seguramente vio en la muerte la posibilidad de sellar de forma grandiosa su propia existencia dedicada a la filosofía y a la docencia. Y no quiso ahorrársela.


Como él mismo decía, la muerte que le daban sus verdugos se adelantaba muy poco a la que la naturaleza había establecido. Tenía ya alrededor de setenta años, y hubiera sido mezquino huir del destino.


En la muerte de Sócrates hubo rasgos típicamente griegos. Sobre todo había algo que recordaba lo que Homero había llamado “morir bellamente”. La muerte digna era justamente lo que ennoblecía a los héroes homéricos; con ella sellaban su vida y se elevaban al cielo de la fama. Y Sócrates, aunque ya no tenía la juventud de un Aquiles, enfrentó su condena con la misma conciencia de que la vida no era tan importante como para salvarla a cualquier precio, y de que era grande y noble despreciar la muerte por algo mayor que ella.


Sócrates podría haber evadido de muchas formas la sentencia. Cuando sus acusadores lograron convencer al tribunal de que efectivamente corrompía a la juventud, podría haber conmutado su condena por una multa que sus discípulos estaban más que dispuestos a pagar. O, en última instancia podría haber pedido el destierro. Y sin embargo, cuando le llegó la hora de hablar después que la sentencia había sido dictada, sorprendió a todos solicitando que se le conmutara la pena de muerte por 105 honores que usualmente se concedían a los grandes benefactores de la polis: pidió ser alojado en el Pritáneo, el edificio en donde Atenas recibía a sus más ilustres ciudadanos. Porque tenía la íntima convicción de que no había corrompido a los jóvenes, sino que los había educado en el espíritu crítico contra todo gregarismo; Y porque pedir el destierro o una multa hubiera significado validar la justicia de su propia condena. Y para Sócrates eso hubiera equivalido a traicionar en el último momento la misión de toda su vida.


El gesto, en toda su teatralidad, dejó sin opción a los jueces. La inmensa mayoría seguramente hubiera aceptado cualquier conmutación que Sócrates hubiera solicitado. Pero el jurado no podía desautorizar su propia sentencia realizando lo que Sócrates pedía. Y así fue condenado a muerte.
En cierto modo, Sócrates vio una incongruencia en evitar su destino y prefirió afrontar la muerte antes que cuestionar, en el último momento, la vida que había llevado y la misión que había asumido. Y razonó con lógica heroica: ni siquiera cuando servía como hoplita en el ejército ateniense había huido del peligro. ¿Por qué iba a desertar ahora, ya viejo, cambiando algunos años de des- honra a costa de manchar su vida y su conciencia?


En esta imprudencia socrática había mucho de heroísmo homérico, un concepto antiguo que asumía con él contenidos nuevos. Durante toda su vida Sócrates había actuado en consonancia con lo que consideraba un deber; al dejar expuesto la falsa sabiduría de personajes influyentes se había acarreado el odio y, en última instancia, la muerte. Sócrates, sin embargo, se vanagloriaba de no arrepentirse de ello. Porque consideraba que para el hombre noble, la justicia importaba infinitamente más que la propia vida. Y a quienes lo habían injustamente acusado y condenado, recordaba que su posición era preferible a la de ellos, porque siempre es mejor “sufrir el mal que cometerlo”.


Sócrates afrontó la muerte con dignidad. Después de beber la cicuta tuvo que increpar a alguno de sus discípulos que lloraba desconsolado, diciéndole que había hecho salir de la celda a Jantipa, su mujer, para evitar escenas en esos momentos. Y así murió, con entereza filosófica y, sobre todo, con la moderada esperanza de otra vida, en la que pudiera hablar con Homero y con Hesíodo, y con tantos otros hombres notables que seguramente serían mejor compañía para él, que la envidia y el encono que le había dispensado su propia ciudad.