domingo, 18 de mayo de 2008

BIEN, VERDAD Y TRASCENDENCIA HEBREA


VERDAD, BIEN Y TRASCENDENCIA EN EL CONTEXTO CULTURAL DEL MUNDO HEBREO.

En esta sesión nos encontraremos con las designaciones de hebrea(o) y judía (o) referidas a una cultura común. En realidad, sus elementos hebreos hacen mención a sus orígenes y desarrollo hasta el fin del período del rey Salomón. Con la división del reino en dos a su muerte, la tradición hebrea continuará en Judá, lo que hace que, hasta nuestros días, se le llame judía.

La Cultura del pueblo judío se caracteriza por estar impregnada de una profunda relación con Dios: su historia, su cultura y, en general, su identidad, están marcadas por el hecho de ser el Pueblo Elegido para acoger al Mesías. Mucho después de que fuera destruido el reino de Israel, durante los largos siglos de la Diáspora, las comunidades judías mantuvieron esa identidad gracias al recuerdo permanente de la Tierra Prometida perdida y al hecho de estar unidos en torno a su religión.

Es a través de los acontecimientos históricos y religiosos donde se desarrolla su conciencia de identidad hasta nuestros días. Así, fue el primer pueblo en la Historia de la humanidad que registró su historia en una serie de libros que ofrecen un relato consecutivo a lo largo de muchos siglos. Estos libros los encontramos recopilados en la primera parte de la Biblia -en griego significa conjunto de libros. Sin embargo, no todos los libros de la Biblia son históricos. El relato de los acontecimientos del pueblo de Israel está de manera especial en Génesis, Éxodo, Josué, Jueces, Samuel y Reyes. Pruebas recientes de expertos israelitas y occidentales tienden a confirmar la historia bíblica en sus rasgos principales.

Es posible que hayan emigrado de Ur poco después del 1950 a.C. cuando fue destruido ese centro Sumerio de Mesopotamia meridional, para trasladarse a Harrán. En la actualidad se localiza a Ur el sur de Irak. Es ahí donde surge la figura del primer patriarca Abraham, quien habría emigrado hacia el oeste, a Canaán, porque, según el relato bíblico, se lo habría indicado Dios. Las distintas familias que se van generando a lo largo del tiempo se encontrarían- según la tradición – unidas a la figura de Abraham. En él se centra el origen de toda la experiencia vital e histórica del pueblo de Israel.

“Yahveh dijo a Abram ‘Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre: y sé tú una bendición’”.
[1]

Los relatos del Génesis acerca del origen del Universo y las historias del diluvio y la torre de Babel indican un período de residencia de estas tribus hebreas en el norte de Mesopotamia antes del 1.500 a.C.

Abraham, como patriarca de una tribu nómada, posee una visión más bien doméstica que guerrera. Recibe una misión que constituye el valor fundamental de todo hebreo: La Alianza de fidelidad al Dios revelado de la tribu con obediencia ciega a ese Dios. Es un peregrino que avanza movido por su fe en Dios, Dios que hace un llamado a su descendencia de manera concreta. Dios exigía que el pueblo de Abraham lo adorara, sirviera y amara. A cambio, el pueblo judío siempre contaría con la protección de Dios, si es que no se apartaba de la alianza y de la Ley Divina. En señal de esa alianza, todos los niños judíos serían circuncidados a los ocho días de su nacimiento.

Hay datos concretos que permiten afirmar que algunos hebreos vivieron durante siglos en el Delta del Nilo durante el período de los hicsos, antes de que Moisés (nombre egipcio) se convirtiera en su caudillo y los guiara hasta un punto al alcance de la Tierra Prometida –localizada en lo que hoy es Israel y Palestina- hacia el 1.300 a.C. Es en Egipto donde el pueblo –las 12 tribus descendientes de Jacob (nieto de Abraham)- se desarrolla con características propias y crece sometido a la esclavitud en torno a los siglos XIV y XIII a.C.

En el 1250 a.C Moisés saca al pueblo de la esclavitud egipcia y durante un largo viaje (unos 40 años) lo conducirá hacia Canaán, la Tierra Prometida. En ese Éxodo reciben también Los diez Mandamientos, la Ley que deberán cumplir y las normas según las cuales deberán organizar su vida.

El pueblo hebreo, ya asentado en Canaán, tenía una considerable población reunida en 12 tribus y no reconocían a ningún monarca. Su único Señor era Dios. De allí la organización a través de Jueces que velan por el cumplimiento de la Ley de Dios (el Decálogo conocido también como los 10 Mandamientos) y la existencia de profetas enviados por Dios, cuya misión era llamar al pueblo a la conversión de su corazón, la fidelidad y el seguimiento de Dios. Los profetas siempre llamarán a cambiar de vida y retornar a la fidelidad a la Alianza con Dios en su calidad de pueblo elegido.

La Confederación de tribus se transformará en monarquía alrededor del 1020 a.C., cuando el profeta Samuel elige a Saúl como primer rey. Se mantendrá unida hasta el período anterior a la muerte de Salomón, debido a su religión que, en sus prácticas, fue delineada de manera clara por Moisés y cuyo fundamento era la Ley, el Arca de la Alianza y una serie de normas y ritos prescritos por Dios.

De lo hebreo a lo judío

El año 933 a.C a la muerte de Salomón – quien construirá en Jerusalén el único templo judío – el reino se dividirá entre sus dos hijos. Israel, el Reino del norte que tendrá Samaria como capital y Judá, al sur, con Jerusalén como centro. A partir de ese momento se iniciarán historias paralelas que desembocarán en la creencia judía que sólo los hebreos de Judá constituirán el pueblo elegido por Dios y los únicos depositarios de la tradición. En el 721 a.C el reino del norte había sido invadido por los asirios con quienes se habrían mezclado después de la dominación, cayendo en la “impureza” dando así origen a esa creencia.

En el tiempo de exilio del reino de Judá a manos del rey babilónico Nabucodonosor se consolidarán los valores del judaísmo que les identifica como pueblo hasta hoy. Incluyen el culto sagrado al sábado, la Sinagoga como lugar de culto, la circuncisión como elemento distintivo de raza y signo de alianza y la importancia de la figura del sacerdote y del maestro de la Ley.

A la caída de los reinos de Israel y Judá y hasta 1948 los judíos no tendrán un Estado independiente propio no sujeto a dominación extranjera.

Israel era, en tiempos de Jesús, una provincia más del imperio romano. Aunque en Judea reinaba Herodes el Grande, éste mantenía una soberanía aparente, pues, bajo su reinado, Israel se había convertido ya en un protectorado de los romanos. Su hijo y sucesor, Herodes Antipas, fue el rey que entrevistó a Jesús cuando fue hecho prisionero, enviado ante su presencia por Poncio Pilatos, el procurador romano de Judea.

La Diáspora y el moderno estado de Israel

Durante los años siguientes a la crucifixión de Jesús, los romanos mantuvieron la misma situación de Judea, como región vasalla de Roma. A cambio, ellos procuraron respetar la religión judía. Sin embargo, con el tiempo, la dominación romana se hizo más dura y la rebelión finalmente estalló el año 60 d. de C. Luego de una campaña muy difícil, las legiones romanas aplastaron la rebelión, saquearon Jerusalén y destruyeron el templo (70 d. de C.).

La destrucción del templo abrió una nueva etapa en la historia del pueblo judío, conocida como Diáspora (en griego, dispersión), es decir, la partida de gran parte de la población hacia el extranjero. Con el paso de los siglos, las comunidades judías se asentaron en diversos territorios del Imperio Romano, luego en gran parte de la Europa medieval y posteriormente en América. Para el momento en que los nazis llegaron al poder, sólo en Europa vivían más de diez millones de judíos. En América, aún hoy existen importantes comunidades judías, algunas muy numerosas, como pasa en Argentina y Estados Unidos. A pesar de haber pasado tantos siglos sin una patria propia, los judíos de la diáspora siempre mantuvieron vivo el anhelo de volver a la Tierra Prometida, Israel, el hogar de sus antepasados, donde se habían mantenido algunos grupos pequeños de judíos, que convivieron en relativa paz con árabes y cristianos, mientras diversas potencias se sucedían en el dominio de Tierra Santa: romanos, bizantinos, árabes, turcos y, finalmente, ingleses.

Tras la derrota de la tiranía nazi, al término de la Segunda Guerra Mundial, quedó al descubierto la enorme magnitud del Holocausto, el intento nazi de exterminar a los judíos de Europa. En vista de esta tragedia, Gran Bretaña accedió a crear un estado judío en Tierra Santa. El moderno estado de Israel fue proclamado en 1948, aunque desde su mismo nacimiento tuvo que enfrentar la violenta oposición de las naciones árabes vecinas, dispuestas a empujar a los judíos al mar, con tal de establecer en su lugar un Estado Palestino.

Israel y sus vecinos han sostenido tres grandes guerras en los últimos 60 años, además de otros innumerables enfrentamientos menores, que han costado miles de víctimas. Además, muchos movimientos extremistas islámicos han utilizado el conflicto árabe-israelí como pretexto para el terrorismo. A pesar de muchos esfuerzos de la comunidad internacional, este largo conflicto no ha podido resolverse plenamente y persiste como una de las mayores preocupaciones de la política mundial.


La cosmovisión judía

A diferencia de griegos y romanos y el resto de las culturas de la época, la cultura hebrea es radicalmente monoteísta: un solo Dios, omnipotente, eterno y providente, que dirige el destino histórico de su pueblo, le protege y castiga sus infidelidades.

Dentro de los aspectos fundamentales del judaísmo que se expresan en la Ley del Monte Sinaí cabe destacar especialmente tres que simbólicamente se resumen en la llamada Shemá:

“Shemá Israel
Adonai Elohenu
Adonai Ehad”

[2]“Escucha Israel
El Señor es nuestro Dios
El Señor es uno”

Por otra parte, el origen del mundo se explica con la idea de la creación a partir de la nada y un concepto lineal -no cíclico- del tiempo, con un principio –la creación– y un final –la venida del Mesías.

En relación a griegos y romanos también se presentan diferencias importantes en la concepción del ser humano. Los hebreos plantean en el hombre un dualismo ético: la contraposición no se da entre alma y cuerpo, como en Platón y otros griegos, sino entre un principio del bien y un principio del mal que luchan en el interior del hombre. Asumirán durante el período de dominación helénica la distinción metafísica de cuerpo y alma que facilitará la explicación de la inmortalidad.

De acuerdo con Maimónides, médico, rabino, teólogo y filósofo judío de gran importancia en el desarrollo del pensamiento medieval occidental, el judío debe seguir “el camino recto (de todo hombre justo) que es el punto equilibrado de cada cualidad que posee el ser humano. Este es el punto intermedio entre los dos extremos, no más cercano de uno que de otro (…) el individuo constantemente debe orientar sus cualidades hacia el punto intermedio, para así llegar a ser íntegro. Por ejemplo: Que no sea colérico, enfureciéndose con facilidad, ni tampoco como un muerto, que es completamente insensible, sino equilibrado; que no se enoje, salvo por aquellas cosas que son dignas de disgustarse; así no se comportará con enojo la próxima vez (…) Del mismo modo, que no ambicione sino aquellas cosas que el cuerpo precisa y que es imposible mantenerse sin ellas. (…) Por lo tanto, no se agote trabajando, sino sólo para conseguir aquello que le es necesario para subsistir”
[3].

Asimismo, Maimónides nos permite conocer más a fondo el sentido de Dios en la vida de los judíos al señalar en el capítulo tercero de su obra que: “el hombre debe procurar que todas sus cualidades tiendan al conocimiento de Dios, sólo a este objetivo, así, cuando se siente y cuando se levante, cuando hable, en cada acción, la finalidad debe ser ésta”.
[4]

El bien se identifica con la sumisión a Dios y, por eso, con el cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios, que desde su absoluta trascendencia, conoce qué es lo mejor para el hombre y vela por cada uno desde su Providencia. El conocimiento del bien se logra a través de la luz recibida por revelación divina (los libros de la Torá y los Mandamientos) y de los ritos litúrgicos y la oración personal y su plenitud pasa por el cumplimiento de la Ley. El hombre justo, el que realiza el bien moral, es bendecido por Dios, mientras que el pecador, el que actúa mal, es “castigado” ya en vida con sufrimientos o reveses personales. La retribución (premio a la vida buena o castigo para la mala) es además, un móvil importante para actuar conforme a la ley.

En torno a la verdad también podemos distinguir diferencias sustanciales con la cultura griega, asumida por los romanos. La cultura griega, como ya vimos, es eminentemente visual: la palabra griega aletheia que se traduce como verdad, significa des-cubrimiento, es decir, quitar los velos que impiden ver la realidad. De allí que el opuesto será apariencia y no mentira o error.

Para los hebreos, por el contrario, la palabra verdad se traduce como emunah, que significa fidelidad, confianza, lealtad. Una persona verdadera entonces, es aquella en la que se puede confiar, que mantiene su palabra. Y en ese sentido Dios es lo verdadero por excelencia, no tanto porque exista en la realidad sino porque ha establecido un pacto de lealtad indisoluble con su pueblo. Lo opuesto a la verdad es la traición, la falsedad, el engaño. Es por esto que la tradición hebrea se transmite oralmente de padres a hijos.

La unión de estas dos tradiciones culturales se producirá en el cristianismo.

Frente a la Trascendencia, la cultura hebrea considera que Dios es lo absolutamente trascendente, pues está más allá del mundo que ha creado. Tanto es así, que ni siquiera se permite representar a Dios con imagen alguna, lo cual da un tono especial a su arte religioso. El Cristianismo asume la trascendencia de Dios, aunque supera al judaísmo en que ese Dios se encarna, se hace hombre para traer la salvación a todos los hombres. El Yaveh judío es inaccesible, el “Totalmente Otro”, con el que no se puede tener un contacto directo y ante el cual sólo se puede tener una actitud de sumisión y de ofrenda. Sólo en algunos libros como Oseas e Isaías, es presentado como un Dios que ama a sus criaturas y las perdona. Esta visión es confirmada por lo revelado por Jesús de Nazareth, que llama a Dios Padre, y así lo presenta a sus seguidores.
[1] Génesis 12, 1-2 , Biblia de Jerusalén.
[2] Deuteronomio 6, 4-9 Biblia de Jerusalén.
[3] Capítulo primero de la Mishné Torá Hiljot Deot, Leyes de las Cualidades, del Rabí Moshé Ben Maimón, versión en español de R. Itzjak Sakkal, www.masuah.org/deot
[4] op.cit