domingo, 25 de mayo de 2008

SAN AGUSTÍN DE HIPONA


La encarnación de los valores de verdad, bien y trascendencia en Agustín de Hipona.

Como ya vimos el estoicismo y epicureismo, corrientes filosóficas griegas posteriores a las escuelas clásicas de Atenas, no profundizaron ni abundaron en el estudio de valores como la verdad y la trascendencia, más que abordarlos con detención tendieron a darles un tratamiento de segundo orden para atender el tema de la ética y los cánones que le servían de sustento a ésta. Para ser justos y rigurosos, no se puede dejar de reconocer que la trascendencia, al menos para Séneca, no pasó inadvertida, y que en sus escritos, en el tratamiento de este valor, se acercó a la doctrina cristiana. Tal vez este intento de Séneca por buscar un sentido a la existencia humana más allá de la vida terrenal haya sido una respuesta a la normal inquietud que afecta a todo pensador que ve como la sociedad a la que él pertenece se desorienta y se pierde porque no es capaz de ver más allá de la pura existencia física y de la materialidad, descripción que grafica a la sociedad romana de la época, con el agravante de que lejos de tender a revertir tal situación, la agudizaba cada vez más.

Es en este contexto en el que hizo su aparición el cristianismo que planteó que Cristo era la luz del mundo, la resurrección y la vida. De esta manera revolucionaria para la sociedad y la época, la naciente doctrina entró en escena, no sólo anunciando un nuevo mensaje, sino que cuestionando y poniendo en tela de juicio una serie de prácticas y costumbres de los ciudadanos romanos, lo que en ningún caso se tradujo en una postura soberbia del cristianismo frente a las expresiones culturales, intelectuales y doctrinas de la época, sino que por marchar tras la verdad y el bien asumió y absorbió elementos y valores de la antigua filosofía griega que eran congruentes con el pensamiento cristiano. Frente al nuevo mensaje las corrientes filosóficas vigentes en el imperio romano lucharon por mantenerse, pero languidecieron poco a poco hasta disiparse. Esto último no debe conducirnos al error de pensar que al cristianismo le fue fácil instalarse en el imperio Romano, al contrario fue perseguido y después de muchas dificultades logró convertirse en la religión oficial de éste.

El triunfo legal y en los corazones de la población del imperio no estuvo exento de dolor, muertes y del abandono absoluto a la causa de Dios. En medio de este contexto adverso aparecieron personajes que lideraron y animaron el camino del cristianismo, algunos incluso llegaron a entregar sus vidas. Al reflexionar sobre el tema se tiende a pensar que quienes tuvieron la misión de sentar las bases del cristianismo eran, sin excepción, personas muy especiales, que habían entregado toda su vida a la oración y a la causa de Dios y que, obviamente, estaban alejadas de las frivolidades propias de la sociedad romana. Parecería fuera de lugar o al menos extraño que baluartes del cristianismo no se asemejaran a este perfil, sin embargo los hubo y esto ocurrió porque estas personas eran seres humanos como cualquiera de nosotros, con debilidades, miedos y carencias: uno de ellos fue, nada más ni nada menos, que uno de los denominados padres de la Iglesia Católica: Agustín de Hipona. Efectivamente, Agustín fue un hombre que estuvo por mucho tiempo absolutamente alejado de esta nueva fe y no sólo estuvo alejado, sino que la combatió. ¿Quién era?, ¿Por qué pasó de ser un hombre que se entregó a los placerse de la vida a ser un líder de la iglesia? ¿Cuáles eran las debilidades que lo mantenían lejos del cristianismo? ¿Cómo y por qué cambio su forma de ver la vida? ¿Por qué se convirtió? ¿Cómo es que un hombre de tales características pasó a la historia del catolicismo como unos de los padres de esta iglesia? Son preguntas que intentaremos develar en algún grado en esta sesión.

Agustín de Hipona nació en el norte de África, en el seno de una familia sencilla, pero que buscaba para sus hijos una formación académica sólida. Mónica, su madre, quería además que sus hijos abrazaran el cristianismo, como lo había hecho ella y después de casados su esposo Patricio. Agustín por el contrario no tenía gran interés por la fe cristiana y prefirió dedicar su tiempo a los amigos, a los juegos, a escuchar las historias y leyendas que se contaban en la plaza del mercado de Tagaste y a los estudios, en los que tenía éxito debido a su inteligencia, agudeza intelectual, excelente memoria y oratoria. Tan así era esto que un amigo de la familia, Romaniano, decidió financiar los estudios de Agustín en Cartago, ya que Tagaste no brindaba el nivel ni las instituciones para potenciar el genio de Agustín. Llegó a Cartago siendo un adolescente que aún no superaba los 18 años, por lo mismo no sólo se entregó a los estudios, sino que a los excesos, que brindaban las grandes ciudades del imperio Romano, con sus juegos, bares, piscinas, termas, fiestas, etc., así lo señala el mismo Agustín en su libro Confesiones “…yo también me entregué osadamente a varios y sombríos afectos y pasiones, con lo cual se afeó la hermosura de mi alma, y agradándome a mí mismo, deseando agradar y parecer bien a los ojos de los hombres, vine a ser hediondez y corrupción en los vuestros” (Libro II, cap I). “Entonces fue cuando tomó dominio sobre mí la concupiscencia y yo me rendí a ella enteramente, lo cual, aunque no se tiene por deshonra entre los hombres, es ilícito y prohibido por vuestras leyes” (Libr II, cap II). “El amar y el ser amado se me proponía como una cosa muy dulce, especialmente si también gozase de la persona que me amaba.” (lib III, cap I).

Estando en Cartago, su padre enfermó, por lo que Agustín volvió por un tiempo a Tagaste, para acompañarlo en sus últimos días. Cuando volvió a la gran ciudad dio rienda suelta a su inquietud por el conocimiento, allí estudio retórica, geometría, matemática y derecho romano, pues quería convertirse en profesor o político. Tuvo la oportunidad de conocer la obra de Cicerón y el maniqueísmo, corriente por la que se dejó seducir. El maniqueísmo estaba completamente alejado del cristianismo, planteaba que existían dos principios opuestos, uno bueno compuesto por el espíritu y la luz y otro malo que era el demonio, la materia o las tinieblas, por lo que toda existencia material era mala. El matrimonio no era visto por esta corriente con buenos ojos, ya que producto de él venían los hijos, lo que era contrario al dios bueno que era sólo espíritu.

Pronto Agustín se enamoró y decidió convivir con una mujer, con la que tuvo un hijo: Adeodato, al cual decidió darle una formación intelectual como la suya. Como Cartago era una ciudad cara y había que mantener una familia, decidió volver a Tagaste donde esperaba que lo recibiera su madre, sin embargo no fue así, por lo que Rominiano, que se había convertido al maniqueísmo, siguiendo a Agustín, le ofreció su casa y le consiguió trabajo como profesor en su ciudad natal.

La agudeza e inquietud intelectual de Agustín lo llevó a cuestionar cada vez más el planteamiento maniqueísta, a tal extremo que se puso en contacto con Fausto, una de las eminencias entre los maniqueos, para que lo ayudara a disipar sus dudas, lo que no se produjo, por lo que sufrió una fuerte desilusión.

Agustín cada vez más inquieto comenzó a mirar otros horizontes, específicamente hacia Roma, allá esperaba encontrar discípulos y profesores de mejor nivel que le ayudaran a responder las preguntas que lo inquietaban. Una vez en Roma si bien es cierto encontró lo que buscaba, no logró generar los recursos económicos para traer a su mujer e hijo y además se enfermó. Atribulado por la estrechez económica, por su soledad y porque no podía saciar su sed por la verdad, encontró algo de sosiego en la llegada de su amigo Alipio a Roma y por un contacto que le abrió las puertas para ir a dar clases a Milán, donde no sólo iba a gozar de un buen sueldo, sino que también de prestigio. Este cambio de ciudad fue importante en la vida de Agustín, porque ahí conoció a Ambrosio, Obispo de Milán, quien logró que, no sólo se interesara por las Sagradas Escrituras, sino que se alejara del maniqueísmo. A través de la lectura de la Biblia y de los sermones de Ambrosio se convencía cada vez más de estar cerca del verdadero conocimiento. En Milán, con su hijo y su mujer a su lado, con el prestigio que empezó a lograr en la universidad donde daba clases y con las respuestas que empezaban a surgir en torno a sus cuestionamientos, se sentía algo más tranquilo. La tranquilidad se convirtió en una gran alegría con la llegada de su madre, a quien acogió en su casa. Todo parecía ir bien, sin embargo pronto sobrevinieron dificultades entre la mujer de Agustín y Mónica, las que terminaron por separar a Agustín de la madre de su hijo, de quien estaba profundamente enamorado.

A pesar de estás dificultades Agustín no dejó de lado su inquietud intelectual y espiritual, lo que lo acercaba cada vez más al cristianismo. A esto contribuyeron la lectura y estudio que hizo de las obras de Plotino y Platón, el sentido que comenzó a encontrarle a los consejos y sermones de Ambrosio y a su incansable inquietud por buscar la verdad, tarea en la que incluía a sus discípulos. A pesar de que sentía que el cristianismo era la ruta para llegar a la verdad y que en sus reflexiones tendía a dialogar con Dios con toda naturalidad, no exenta de aflicción, Agustín no se sentía preparado para ser bautizado, lo que ocurría en realidad, como el mismo lo señala en el libro Confesiones, era que no estaba dispuesto a dejar costumbres que había adoptado en su vida anterior y que eran incongruentes con la de un cristiano consecuente “Esto era lo que yo anhelaba y por lo que suspiraba, pero estaba aprisionado no con grillos ni cadenas de hierros exteriores, sino con la dureza y obstinación de mi propia voluntad. El enemigo estaba hecho dueño de mi voluntad y había formado de ella una cadena, con la cual me tenía estrechamente atado. Porque de haberse la voluntad pervertido, pasó a ser apetito desordenado; y de ser éste servido y obedecido, vino a ser costumbre; y no siendo ésta contenida y refrenada, se hizo necesidad como naturaleza. De estos como eslabones unidos entre sí se formó la que llamé cadena, que me tenía estrechado a una dura servidumbre y penosa esclavitud. Y aquella nueva voluntad que comenzaba yo a tener de serviros graciosamente y gozar de Vos, Dios mío, que sois el único y verdadero gozo, no era bastante fuerte todavía para vencer la otra voluntad primera, que con el tiempo se había hecho robusta y poderosa. Así, estas dos voluntades, una antigua y otra nueva, aquélla carnal, esta otra espiritual, batallaban entre sí, y con discordia disipaban y destruían a mi alma.” (Confesiones, capítulo V libro VIII). Tan grande era su apego a sus costumbres anteriores que tuvo que ocurrir un milagro para que se decidiera hacerse cristiano, el mismo lo relata así:

“Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser desde luego y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?

Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase. Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y después ven y sígueme; él las había entendido como si hablaran con él determinadamente y, obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo.

No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas” (Confesiones, capítulo XII libro VIII).

Después de vivir esto pidió que lo bautizaran, una vez que fue bautizado consagró su vida a Dios y toda su capacidad e inquietud intelectual la puso a disposición del conocimiento del Señor.

Su vida futura no fue fácil, pues debió soportar la muerte de su madre, cuando se dirigían a Tagaste para conformar una comunidad cristiana en su ciudad natal, pero, a pesar de las dificultades, su proyecto de fundar una ermita en Tagaste se cumplió. Al poco tiempo nuevamente lo golpeó el dolor, esta vez producto de la muerte de su querido hijo Adeodato, aquejado por una enfermedad fatal. Entregando su sufrimiento a Dios y con la convicción de que lo vería en la otra vida, siguió encabezando y haciendo crecer su comunidad, lo que lo hizo conocido en la zona. Por lo mismo un cristiano de Hipona lo invitó a su ciudad para que les hablara de Dios. Cuando llegó a Hipona fue reconocido por la comunidad cristiana, la que en una misa lo aclamó como sacerdote. A los 40 años, fue ungido sacerdote en Hipona, ciudad en la que posteriormente fue nombrado Obispo. De aquí en adelante Agustín viajó por todo el norte de África difundiendo la palabra de Dios y luchando contra las herejías que surgían con mucha fuerza. A los 76 años lo afectó una fuerte enfermedad que no le quitó su lucidez, pero que sí la vida. Su muerte no terminó su enseñanza y su trabajo apostólico, ya que dejó como herencia la regla Agustina y una serie de producciones intelectuales, entre ellas Confesiones, La Ciudad de Dios, La Predestinación de los Santos, El Don de la Perseverancia y Retracciones, obra que escribió en los últimos años de su vida, con el objetivo de reconocer los errores que había cometido en sus juicios. En ella revisó todos sus escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas.

La grandeza de espíritu, la autocrítica, la humildad, la capacidad para cambiar y el genio intelectual se unieron en Agustín para que no sólo encontrara a Dios, sino que para que sirviera de ejemplo a los hombres y mujeres de su época y de la nuestra, especialmente a quienes creen que no son dignos de buscar a Dios. Agustín nos muestra que nunca es tarde para cambiar cuando hemos descubierto el error en nuestras vidas y que el perdón siempre es posible porque la misericordia de Dios es infinita. Agustín encarna un mensaje de esperanza de amor y de perdón.

Como vimos la búsqueda de la verdad fue una constante en la vida de Agustín, sólo cuando la encontró se quedó tranquilo y su inquietud la volcó a la difusión de ella.

¿Qué era la verdad para Agustín? Él plantea que la verdad se encuentra en un ejercicio que hace el hombre al poner en relación ciertas operaciones del espíritu con lo que perciben sus sentidos y lo que dicta el juicio. Es decir que la verdad lógica, a la cual llegamos al poner en una relación de coherencia nuestro juicio con la información que nos entregan nuestros sentidos, es una fuente de la verdad de segundo plano, que no permite descubrirla, ya que no tenemos claro que lo que vemos ahora como realidad se mantenga en el tiempo y porque eso que nuestro juicio y nuestros sentidos proponen como verdad (verdad lógica), al carecer de las operaciones del espíritu, no aseguran que aquello que se observa sea verdad. La verdad lógica para ser reconocida como verdad debe pasar por las operaciones del alma constituidas por reglas e ideas que son guías para evaluar lo que los sentidos nos dan como información, sólo a través de este ejercicio del alma se puede determinar si algo es verdad o no. Dejarse llevar por los sentidos y el juicio humano, para encontrar la verdad, sin ejecutar las operaciones propias del alma es un error que no permite encontrarla. Por lo tanto la fuente real de la verdad se encuentra en el alma de cada persona ¿Cómo es que el alma de cada hombre está dotada de esas “herramientas” para definir que es o no verdad? Agustín plantea la teoría de la iluminación según la cual “…la verdad se irradia desde Dios sobre el espíritu del hombre. No se trata de una iluminación sobrenatural, de una revelación, sino de algo natural”[1]. Es decir que el hombre para encontrar la verdad debe buscarla dentro de sí mismo. El propio Agustín se lamentaba de haber comprendido esto tan tarde en el libro confesiones “Oh belleza siempre íntegra y siempre nueva, tarde te amé: pensar que te busqué por fuera y me perdí cuando tu estabas dentro de mí” (en Padre Ramón Ricciardi. San Agustín, pag 65).

Así como la verdad la encuentra en Dios, el bien también se encuentra en Él. Todo lo bueno es bueno por Él, como todo lo verdadero es verdadero por Él. Agustín plantea que hay una ley eterna que no es otra cosa que un plan mundial de Dios que manda conservar el orden natural. Esta ley natural incluye todo el orden del ser. Todos los hombres y mujeres estamos llamados a hacer el bien, esto es a seguir el plan de Dios, lo que no implica que el ser humano pierda su libertad, porque cada persona elige si quiere seguir el plan que se ha trazado para ella. Un ejemplo claro es el propio Agustín, quien no sólo no siguió por más de tres décadas de su vida el plan que había trazado Dios para él, sino que cuando descubrió a Dios no tenía la fuerza o la voluntad (que en Agustín es más amor que razón) para seguirlo y como lo dijimos anteriormente, tuvo que producirse un milagro (“toma y lee”) para que se decidiera a seguir el camino de Dios.

¿Cómo se descubre ese camino trazado por Dios para cada uno de nosotros?, encontrándose con Dios en el espíritu que habita en cada uno de nosotros, nos dice Agustín. ¿Cómo se hace esto?, ¡descúbrelo tu mismo(a)!, en estás páginas que has leído puedes encontrar parte de la respuesta y si quieres saber más, lee a Agustín, reflexiona y comparte tus conclusiones con los demás.

[1] Johannes Hirschberger, Historia de la filosofía, tomo I. Pág 295.